No hay más que echar un vistazo a las noticias del día para comprobar que en la mayoría de ellas se hace una referencia económica. No hablamos, por ejemplo, del valor cultural del teatro, el cine o la literatura española en relación a su calidad, sino de si se venden más entradas y su valor económico aumenta. Si algo mueve dinero, nos es útil, es importante; luego se habla de ello. ¿A qué viene sino, tanto jaleo con la cultura gastronómica? Pues por el dinero que mueve a través del turismo, y por la exclusividad de los restaurantes que ofertan este tipo de comidas, prohibitiva y excluyente (luego apetecible y deseable) que no por la cultura que promueve en sí, dado que yo al paladear, saborear y tragar no lo percibo como cultura.
Pero así es como entra el lenguaje económico al lenguaje común –la industria de la cultura– porque día tras día nos están vomitando, a través de los medios de comunicación, multitud de conceptos de empresa o de tecnología. Por ejemplo: ahora los “megapíxeles de una cámara” han sustituido al arte de “tomar buenas fotos”; la capacidad de un equipo informático define lo que puedes hacer con él, incluso te incluye en un grupo (la acérrima defensa de cada sistema que hacen los usuarios de Mac, Windows y Linux me da la razón); las ventas de la flamante nueva autora de misterio han sustituido a la literatura clásica… y también a la buena literatura de hace no más de tres años: la novedad lo es todo; el exabrupto del mal cómico sustituye al comediante clásico que se desvanece junto con los textos de Plauto. Sin embargo esto no es nuevo, aunque ahora lo tengamos tan presente.
Lo denuncia Vargas Llosa en su Civilización del espectáculo, y tengo que darle la razón, estoy de acuerdo: la industria cultural ha matado a la cultura. Pero además, ha pervertido nuestro lenguaje, no sólo el del lector o el crítico, sino el de cualquiera, que al entender cualquier creación artística como producto, la valora según su precio. Esto es aún más visible en el mundo de las subastas de arte, donde no se compran cuadros o esculturas, sino formas de pertenecer a un grupo privilegiado (el escandaloso precio que se ha pagado por El grito de Munch me vuelve a dar la razón); a través del arte se compra un estatus, esto es: justificando un interés artístico nos posicionamos en un escalón más refinado y culto, con la intención de que nos vean desde abajo.
Ya no nos interesa la cultura para aprender y deleitarnos, sino para pertenecer al grupo de los cultos, los últimos apreciadores del arte, los endogámicos intelectuales que, por encima de todo, valoran la cultura del dinero. Y desde luego, también nos gusta comer bien, hasta el punto de inventarnos la cultura del buen comer. ¡Ahí es nada! Otro tanto puede decirse de la industria de la moda. Como nos gusta vestir bien, nos creamos unas ropas excluyentes que poca gente en su sano juicio acaba poniéndose. El vestir bien es lo de menos, lo importante es que te vean: tú mismo como espectáculo, como parte de un grupo de privilegiados, de apreciadores, de gente «que sabe».
Así que para cuando insultar sea considerado un arte –al paso que vamos será pronto– también nos inventaremos la industria del insulto, y se pagarán auténticas fortunas para disfrutar en exclusiva de los mejores insultos; pero no porque genuinamente nos gusten, sino porque será la novedad para seguir perteneciendo al endogámico grupo de los cultos. No hay que pararse a pensar, ni un minuto, en que la cultura no pertenece a ningún grupo, sino que, como la felicidad, no existe sino en los breves instantes en que la percibimos, como un soplo de viento, y siempre es individual: nadie percibe las mismas sensaciones que otras personas. No existen grupos ni elites culturales, solo gente con ganas de notoriedad, estatus e ínfulas de intelectual.
Pero así es como entra el lenguaje económico al lenguaje común –la industria de la cultura– porque día tras día nos están vomitando, a través de los medios de comunicación, multitud de conceptos de empresa o de tecnología. Por ejemplo: ahora los “megapíxeles de una cámara” han sustituido al arte de “tomar buenas fotos”; la capacidad de un equipo informático define lo que puedes hacer con él, incluso te incluye en un grupo (la acérrima defensa de cada sistema que hacen los usuarios de Mac, Windows y Linux me da la razón); las ventas de la flamante nueva autora de misterio han sustituido a la literatura clásica… y también a la buena literatura de hace no más de tres años: la novedad lo es todo; el exabrupto del mal cómico sustituye al comediante clásico que se desvanece junto con los textos de Plauto. Sin embargo esto no es nuevo, aunque ahora lo tengamos tan presente.
Lo denuncia Vargas Llosa en su Civilización del espectáculo, y tengo que darle la razón, estoy de acuerdo: la industria cultural ha matado a la cultura. Pero además, ha pervertido nuestro lenguaje, no sólo el del lector o el crítico, sino el de cualquiera, que al entender cualquier creación artística como producto, la valora según su precio. Esto es aún más visible en el mundo de las subastas de arte, donde no se compran cuadros o esculturas, sino formas de pertenecer a un grupo privilegiado (el escandaloso precio que se ha pagado por El grito de Munch me vuelve a dar la razón); a través del arte se compra un estatus, esto es: justificando un interés artístico nos posicionamos en un escalón más refinado y culto, con la intención de que nos vean desde abajo.
Ya no nos interesa la cultura para aprender y deleitarnos, sino para pertenecer al grupo de los cultos, los últimos apreciadores del arte, los endogámicos intelectuales que, por encima de todo, valoran la cultura del dinero. Y desde luego, también nos gusta comer bien, hasta el punto de inventarnos la cultura del buen comer. ¡Ahí es nada! Otro tanto puede decirse de la industria de la moda. Como nos gusta vestir bien, nos creamos unas ropas excluyentes que poca gente en su sano juicio acaba poniéndose. El vestir bien es lo de menos, lo importante es que te vean: tú mismo como espectáculo, como parte de un grupo de privilegiados, de apreciadores, de gente «que sabe».
Así que para cuando insultar sea considerado un arte –al paso que vamos será pronto– también nos inventaremos la industria del insulto, y se pagarán auténticas fortunas para disfrutar en exclusiva de los mejores insultos; pero no porque genuinamente nos gusten, sino porque será la novedad para seguir perteneciendo al endogámico grupo de los cultos. No hay que pararse a pensar, ni un minuto, en que la cultura no pertenece a ningún grupo, sino que, como la felicidad, no existe sino en los breves instantes en que la percibimos, como un soplo de viento, y siempre es individual: nadie percibe las mismas sensaciones que otras personas. No existen grupos ni elites culturales, solo gente con ganas de notoriedad, estatus e ínfulas de intelectual.
5 respuestas a «Economía, cultura y sociedad»
Todo lo que comentas es ejemplo de la cultura imbécil en la quevivimos, en la que a todo se le pone un precio o una cifra y nos olvidamos del valor inmaterial que tiene.
Especialmente flagrante el mundo de la moda, por la apología del imbecilismo que hace.
Un abrazo, muchacho, ¡a ver si me llamas algún día, je, je!
Sí, la gente es borrega. Si no, ¿para qué se iba a gastar nadie tantos millones en publicidad y críticos?
PD: Pero yo no soy gente, jeje.
PD2: En las pujas de arte creo que también interviene el valor especulativo, es decir: si yo compro por 3 millones un cuadro, estoy elevando el "valor artístico" del cuadro, y cuando lo quiera vender, alguien igual me lo compra por 5 pensando que luego lo venderá por 7… Igual que ocurre en la bolsa. Es a fin de cuentas una inversión, quizá más rentable que dejar esos 3 millones en el banco.
En tiempos de crisis el arte es una buenísima inversión. 'El grito' no bajará de valor, al menos de momento. Hay pocas cosas de las que se pueda decir lo mismo.
Pues será una buena inversión, pero alguien que tiene esos millones de euros para comprarse un cuadro ya no está haciendo un ejercicio de inversión, sino comprando buen gusto a precio de oro a fin de pertenecer a un grupo de privilegiados, cosa que no es nueva (el mecenazgo viene de antiguo, aunque antes el autor estaba vivo para cobrar y ahora está muerto y se reparten el botín los del grupo de privilegiados). Podemos seguir admirando El Grito, pero como icono ha sido destruido.
Xavi: no creo que el símbolo de uan verdadera obra de arte pueda destruirse porque un gilipollas con dinero se lo compre (salvo que lo destruya, pero hoy hay reroducciones por doquier). Y estos pájaros compran arte como compran lingotes de oro o latifundios, como refugio no devaluable de su dinero